LA GRAN RIVALIDAD ENTRE NICOLA TESLA Y THOMAS ALVA EDISON
En breve se estrenará en España la película «La guerra de las corrientes, protagonizada por el actor Benedict Cumberbatch, un intérprete que me entusiasma desde que lo descubrí en la serie «Sherlock»
Pues bien, quiero aprovechar la oportunidad para contaros esta rivalidad entre inventores, así que aquí os dejo un relato que escribí sobre esta historia apasionante, con un narrador poco convencional.
¿Quién ganó la guerra de las corrientes?
Podrían acusarme ustedes de no ser parcial, y tendría que darles la razón. Desde que tuve conocimiento del asunto, a través del New York Times, no pude dejar de interesarme. Pasaba mis patitas y mis ojos una y otra vez por encima de los artículos, hasta conseguir tener un conocimiento cabal de toda la situación.
Por aquella época, los periódicos no se cansaban de airear a los cuatro vientos la guerra comercial entre la Edison Electric, del afamado inventor Thomas Edison, y la Westinghouse, que contaba con el excéntrico ingeniero Nikola Tesla.
La primera, dirigida por Edison con mano férrea, ya había puesto en marcha en ese año de 1888 varias centrales de generación de corriente continua. Con ellas iluminaba los hogares y las calles de pequeñas zonas de Nueva York y con ellas iba ganando prestigio y ganancias a parte iguales.
Por su parte Tesla, que cuando llegó a los Estados Unidos había trabajado a las órdenes de Edison, no había tardado en discutir con él. Dado el marcado carácter de ambos inventores, se había llegado al inevitable choque de trenes. El serbocroata estaba convencido de la superioridad de su técnica, la electrificación por corriente alterna, frente a la más cara, ineficaz y peligrosa corriente continua. Sin embargo, pobre como una rata de sacristía, no había tenido más remedio que asociarse con George Westinghouse, que aceptó invertir en su idea a cambio de la cesión de sus patentes.
Westinghouse empezó a vender las excelencias de la corriente alterna, y entonces Edison, que vio cómo su imperio podía desmoronarse, inició un feroz contraataque. Se estableció una encarnizada lucha entre las dos compañías, llamada en la prensa la guerra de las corrientes.
Para ganar no dudaron en utilizar todos los medios a su alcance, sobre todo el desprestigio del enemigo. La dificultad de instalar algunas líneas produjo algunos accidentes con la corriente alterna y esto fue usado por Edison para distorsionar la realidad y manipular a la opinión pública. Además, al verse cada vez más amenazado, con la ayuda de su antiguo trabajador Harold Brown puso en marcha una campaña de experimentos para desprestigiar los inventos de tesla.
Tengo que confesar que, como
muchos de los neoyorquinos, aguardaba con ansiedad los diarios matutinos para
disfrutar con curiosidad morbosa de los nuevos episodios de esta lucha sin
cuartel. Cada accidente, cada éxito o cada fracaso, eran amplificados o
minimizados según que la prensa fuera amiga o no y los partidarios de uno u
otro bando debatían con pasión, espoleados por el miedo o la avaricia.
Brown divulgaba sin freno sus pseudoexperimentos tramposos y torticeros. Por ejemplo, una vez llegó a electrocutar a una elefanta utilizando (según él) la corriente alterna. Pero la verdad, publicada en otro medio, era que la había atiborrado previamente de zanahorias envenenadas con cianuro. Toda la opinión pública se puso de parte de la pobre elefanta, muerta en tan horribles circunstancias. En otro medio se lamentaban de que parecía importar poco que Totsy, la elefanta, fuera en realidad un ser con muy malas pulgas, que había matado a trompazos a dos cuidadores y que los mismos periódicos que lloraban su muerte como plañideras habían clamado escandalizados semanas antes porque se quitara del medio a aquella elefanta asesina.
Mientras se libraban esas duras batallas en la prensa y en la bolsa, Tesla, ajeno a todo ello, experimentaba día y noche, y yo era testigo de excepción de sus avances. En lugar de responder a los desafíos públicos que le lanzaba Edison, se encerraba en su taller a hacer pruebas y más pruebas.
Y es en uno de esos experimentos, quizá el más crucial, en el que tuve el honor y la suerte de participar. Espero que hayan notado la ironía, porque todo lo que les cuento lo hago a título póstumo. Y cuando una muere, pues lo mínimo a que aspira es a que se le reconozca el sacrificio. No me he presentado todavía, pero como no pongo en duda su inteligencia, espero que habrán sabido reconocerme como una humilde mosca nacida en ese taller en el que Tesla se devanaba los sesos.
Un día en el que el atormentado inventor se desesperaba, pues no conseguía hallar el modo de amplificar la corriente que circulaba por el circuito secundario de su máquina transformadora, mi oportuna intervención fue la chispa que encendió su genialidad.
Muy a mi pesar tengo que confesar que el sentimiento que me llevó a situarme en aquel lugar exacto, una de espiral de cobre bruñida y brillante, no fue mi amor por la ciencia, sino algo mucho más prosaico. Había detectado un pastel de carne olvidado de la semana anterior y que comenzaba a oler con un maravilloso tufo a carne podrida. Aquella espiral era una magnífica atalaya desde la cual había localizado el manjar y estaba reuniendo fuerzas para volar hasta ella, cuando al bendito Nikola se le ocurrió poner en marcha la máquina.
Aquel artilugio estaba conectado
a una ampolla de vidrio en la que debía brillar con intensidad un filamento
incandescente, y digo debía, porque a pesar de todos los esfuerzos del
inventor, allí no se producían más que unos pequeños chispazos anémicos y
agonizantes.
Pues bien, yo estaba frotando mis patitas y desplegando las alas con la intención de iniciar el vuelo hacia mi oloroso objetivo, cuando aquel artefacto infernal se puso en marcha, y de repente me vi inundada por un campo magnético que me obligó a agitar frenéticamente las alas, sin poder despegarme de aquella espiral metálica, convertida en cadena de la que no podía liberarme. Como supondrán ustedes todo ello hizo que mi buen humor cambiara a un enfado monumental, que manifesté moviendo las alas con toda la energía de que fui capaz. Quizá fue ese leve zumbido lo que atrajo la atención de Tesla, nunca lo sabré, pero lo cierto es que me vio moverme con frenesí, y en ese mismo instante, la bombilla lució con vibrante y amarilla energía.
El inventor dio un alarido de
alegría, informándome a voz en grito que el secreto estaba en variar el flujo
magnético, fuera lo que fuera eso. Instantes después entregué mi alma al
creador, aunque, a decir de algunos descreídos, es posible que las moscas no
tengamos alma.
Pues bien, llegados a este punto,
me imagino que querrán saber quién ganó y quién perdió en la guerra de las
corrientes. Como comprenderán en este momento y debido a mi fallecimiento, me
veo obligada a dar la palabra a otra narradora, pero no se preocupen, porque
las moscas tenemos muchos recursos. Como sin duda conocen, una de las
actividades a la que solemos entregarnos con entusiasmo es la reproducción, y
esa misma mañana había depositado amorosamente setenta y cinco huevos que se
convertirían en larvas. Sí, sí, setenta y cinco de una sentada, que no se vayan
a creer que por ser minúsculos no supusieron para mí un enorme esfuerzo. Pero a
lo que íbamos, gracias a la memoria genética, alguno de mis retoños, me
disculparán si no soy capaz de distinguir cuál de entre toda mi descendencia,
será capaz de terminarles de contar cómo finalizó la historia.
Tesla debió ser el ganador y así lo fue atendiendo a la utilidad, ingenio e innovación, pero pasó al olvido y hoy es a Edison a quien se le recuerda como el padre de la electricidad. Sin embargo, la electricidad que vemos hoy por todo el mundo, en nuestros hogares, oficinas e industrias, es corriente alterna.
Nikola Tesla murió en 1943 a los 87 años de edad en Nueva York, dejando el más grande e importante legado en la evolución de la electricidad, el electromagnetismo y la ingeniería moderna. Murió prácticamente olvidado y sumido en la pobreza.